Mi familia fue contagiada por Covid-19 en el mes de julio. Habíamos salido de la ciudad por la pandemia y las quince personas que habitábamos en la misma casa resultamos positivos.
El 20 de junio recibimos la noticia de que mi abuelo de 97 años había muerto. Mi padre decidió viajar al pueblo donde vivía mi abuelo tomando todas las medidas de bioseguridad posibles. A los 15 días del regreso de mi padre, mi madre comenzó a tener tos seca, al cuarto día, su respiración era demasiado rápida; ya no podía sostener una conversación. Mi hermana, que es enfermera, sugirió consultar a la doctora del Centro de Salud. Mi madre de inmediato se negó, temía que la remitieran al hospital donde podría correr el riesgo de contagiarse. Además, se sabía que el deficiente sistema sanitario aceleraba la muerte de los pacientes de Covid-19, ya sea por discriminación o por falta de equipo médico. Ese mismo día nos enteramos que una hija de mi abuelo, con quien mi madre tuvo contacto directo en el velatorio, estaba interna en el hospital por Covid-19. Al día siguiente, mi madre se realizó la prueba rápida y los resultados dieron positivo.
Mi madre nos pidió que si su enfermedad era tan contagiosa que la encerráramos en un cuarto y de ser posible la quemáramos. Sin embargo, entre lágrimas aceptó ir al hospital. Fueron tres eternas horas de camino entre llantos y búsqueda de un hospital que tuviera espacio.
El Hospital Escuela la recibió y después de dos días de saber que que no había esperanza de vida, fue traslada al Hospital María, la atención a pacientes con Covid-19 era mejor y su tasa de muerte era la más baja.
Al saber del diagnostico positivo de mi madre, de inmediato asumimos el aislamiento total. Fuimos la primera familia en esa comunidad que públicamente reconocía tener Covid-19. Se sentía claramente que éramos las personas contagiadas de la comunidad, en ocasiones algunas personas, buscaban una ruta alterna para no pasar cerca de casa. En nuestro tercer día de estar aguantando las complicaciones de un aislamiento total, un joven se acercó a casa llevando una caja con víveres que enviaba una vecina. Le pedimos que lo dejara en el muro de la entrada de la casa. Después, personal del Centro de Salud llevó hasta el mismo muro muchos víveres y un saludo solidario sencillo que decía “¿Como se sienten?” Dios se quedó en aquel muro; llegaba una y otra persona hasta muro bendito de recibimiento.
Otro de los eventos más impactantes de la experiencia de “Dios con mi familia contagiada” fue cuando un grupo de jóvenes se dirigió a cada casa de la comunidad pidiendo ayuda para mi familia. Nos llevaron todo lo recaudado y una tarjeta con un mensaje que decía “Estamos con ustedes” Así día a día recibimos sorpresas, entre llantos solidarios nos acompañaban con oraciones y ayunos.
Por otra parte, entre los muros de casa nos habíamos reencontrando como familia, en medio del dolor nos acompañábamos, unidos en esperanza, haciendo devocionales que ayudaban a curaban nuestros dolores.
Esta pandemia nos ha enseñado que es necesario cuestionarnos sobre nuestra “lectura de los signos de los tiempos”. Dios no está entre los grupos que solicitaron los millones de lempiras
y almacenaron la mayor parte en sus propias cuentas bancarias. Sin duda, Dios está entre las personas contagiadas, caminando en los pasillos de hospitales, visitando salas Covid-19. En las casas de las familias aisladas, en las puertas, en las cercas o los muros. Definitivamente, Dios está en el metro y medio de distanciamiento, en la barrera que define la solidaridad, la que define los actos de sanación, la barrera que provoca el más allá durante y después de la pandemia. Sin duda, Dios ha encarnado esta pandemia.