Fe y cultura, un diálogo que ilumina: Una visión desde Cuba

martes, 12 de octubre de 2021

La iglesia cristiana ha tenido –y aún sigue teniendo- grandes dificultades para reconocer la voz de Dios más allá de las fronteras de sus propias creencias.

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El día 20 de octubre de 1868, Perucho Figueredo escribió y entonó por primera vez himno nacional de Cuba en la ciudad de Bayamo, justo en los inicios de nuestras luchas de independencia contra el dominio español. Por eso, cada 20 de octubre celebramos el Día de la Cultura Nacional.
 
Responder a la pregunta ¿qué es la cultura? podría parecer una tarea fácil. Me gustaría compartir algunas definiciones que, aunque tengan enfoques diferentes, se complementan entre sí. Una primera definición nos dice que lo que no es naturaleza, es cultura. Un río es naturaleza, un canal es cultura; un pedazo de piedra es naturaleza, una punta de lanza es cultura; un gruñido es natural, una palabra es cultural. La cultura es la obra de la mente y las manos de los seres humanos. De ahí que la cultura incluya el habla, la educación, la tradición, el mito, la ciencia, el arte, la filosofía, el sistema de gobierno, las leyes, las creencias, los ritos, los inventos y la tecnología.
 
Una segunda definición afirma que la cultura es el sistema integrado de patrones de comportamiento aprendidos que caracteriza a los miembros de una sociedad, y dichos patrones no se heredan biológicamente sino por las relaciones conductuales. Y una tercera definición señala que la cultura es el conjunto de valores materiales y espirituales que ha creado la humanidad a través de los siglos. Ahora bien, ¿cómo entendemos y valoramos el tema de la cultura desde la fe cristiana? ¿cómo se relacionan la fe y la cultura: de manera antagónica, con indiferencia o de manera respetuosa y conciliadora? Quisiera comentar el tema a partir de tres ideas fundamentales. 
 
Dios es el creador del ser humano y las culturas
 
El libro del Génesis nos recuerda que Dios ha creado a los seres humanos a su imagen y semejanza. En cada persona está presente la imagen de Dios, cada persona ha sido santificada por la presencia divina, por la semejanza divina que habita en su ser, porque a través de cada ser humano se transparenta la luz de Dios, se manifiesta el sello del creador. Eso quiere decir que cada cultura humana es una prolongación del mismo proceso creador que se inició en los comienzos del mundo. En cada cultura, los seres humanos han dado continuidad a la obra creadora de Dios, que habita en ellos y ellas. Y precisamente la capacidad de crear nuevas cosas es una de esas huellas de la imagen de Dios en cada una y cada uno de nosotros.
 
A través de muchos pasajes, la Biblia nos habla del amor de Dios por todas las personas, por todos los pueblos, por todas las culturas. El salmo 104 da testimonio del cuidado de Dios por toda su creación. “¡Cuántas son tus obras, Señor! Todas las hiciste con sabiduría, la tierra está llena de tus criaturas. Todos, Señor, están pendientes de ti y esperan que les des la comida a su tiempo”. La Biblia cuenta cómo Dios llamó al pueblo de Israel para proclamar sus maravillas y convertirse en simiente de una nueva humanidad, de una nueva creación. Pero, al mismo tiempo, la Biblia nos enseña que el Dios de Israel ama a todos los pueblos y que también, a través de ellos, su proyecto y su mensaje es revelado a toda la humanidad.  
 
En el libro del profeta Amós encontramos este mensaje de Dios a los habitantes del reino de Israel: “¿Nos son ustedes para mí como etíopes, hijos de Israel? Palabra del Señor. ¿No saqué yo a Israel de Egipto, a los filisteos de Creta y a los sirios de Quir?”. En el libro del profeta Isaías, Dios declara que Ciro, el rey persa, es su elegido para llevar adelante su proyecto histórico. Dice el texto: “Yo soy quien dice a Ciro: tú eres mi pastor, el que realizará mi voluntad. Yo soy quien dice a Jerusalén: te reconstruirán, y al templo: pondrán de nuevo tus cimientos”. En la historia del profeta Jonás podemos ver cómo Dios muestra su misericordia por el pueblo de Nínive. El sentimiento nacionalista y estrecho de Jonás no le permitía ver y comprender que la salvación de Dios es para todas las culturas. 
  
El evangelio de Mateo narra la visita de los sabios del Oriente, quienes provenientes de la cultura de los caldeos, de la Mesopotamia, no solamente reconocieron la señal de la estrella en el firmamento, anunciando la llegada de un tiempo nuevo de salvación, sino que también fueron ellos mismos señal de ese tiempo nuevo, mensajeros del reino de Dios que viene. Una mujer sirofenicia hizo comprender al propio Jesús que la salvación de Dios no era solo para los judíos sino para todas las personas, comenzando por su propia hija enferma. Jesús mismo afirmó que en todo Israel no había encontrado una fe tan grande como la de un oficial romano que mandó a llamarle preocupado por la salud de su siervo.
 
Este breve recorrido por algunos textos bíblicos –que no son los únicos- nos demuestra cómo Dios revela sus propósitos a través de la diversidad de experiencias y culturas, sin distinciones, sin favoritismos, sin excluir a nadie de su proyecto de salvación. Esto nos lleva al segundo punto de nuestra meditación.
 
Dios se manifiesta a través de los valores de las culturas
 
No basta reconocer que hemos sido creados y creadas a imagen y semejanza de Dios, que en todas las manifestaciones de la vida, Dios se hace presente. No basta reconocer que en todos los pueblos y culturas, el Dios del universo ha dejado su huella. Es necesario preguntarse por el propósito que Dios tiene con su creación. 
 
La iglesia cristiana ha tenido –y aún sigue teniendo- grandes dificultades para reconocer la voz de Dios más allá de las fronteras de sus propias creencias. Olvidamos que Dios también nos habla a través del libro de la Vida, como afirmaba Agustín. Hemos interpretado nuestra misión de “ir y predicar el evangelio a toda criatura” como una especie de guerra religiosa y cultural, ignorando, condenando y pisoteando el valor y la belleza de tradiciones y sabidurías milenarias de muchos pueblos alrededor del mundo. 
 
Baste recordar que la llegada del cristianismo a nuestra América vino revestida de una conquista militar, cultural y religiosa. La fe cristiana no entró en diálogo con la religiosidad de nuestros pueblos originarios sino que intentó erradicar esas creencias por considerarlas demoniacas. Sin embargo, la visión religiosa del pueblo Mapuche en América del Sur, por solo mencionar un ejemplo, nos aporta hoy un hermoso legado ético para la sobrevivencia de la especie humana en los tiempos de crisis ecológica que estamos viviendo. Ellos afirman que “así como la tierra es sagrada, también el ser humano es sagrado. Nuestro cuerpo tiene valor, no lo podemos ensuciar. Tenemos que aceptarnos como somos. El Padre Grande nos dio valor, nos dio nuestra sangre, nuestro pensamiento y nuestro idioma. Buscar la armonía de la tierra, el equilibrio, el respeto es el mandato fundamental que brota desde la tierra misma. La tierra se merece el respeto y hay que defenderla de los atropellos”.
 
El pueblo Mohawk es una de las culturas originarias de Canadá y Estados Unidos. Ellos nos dicen: “Dirigimos nuestra atención a las fuerzas de la Vida en la Madre Tierra, a las aguas que sacian nuestra sed y garantizan el bienestar y la fuerza de la vida vegetal; a los animales que nos ofrecen comida, ropa, abrigo y belleza; a los árboles de todas las formas y tamaños que nos ofrecen abrigo y frutas de muchas variedades; a las plantas medicinales que cumplen las instrucciones del Creador para curar dolencias y enfermedades. Por todo esto decimos: ¡gracias!”. ¿No resuena en estas palabras de sabiduría de las culturas antiguas de nuestro continente, el mensaje que también encontramos en la Biblia sobre el llamado que Dios nos hace para cuidar de su creación, para construir cielos y tierra nuevos donde moren la paz, la justicia y la vida digna?
 
Sri Ramakrishna es un importante profeta hindú que vivió en la segunda mitad del siglo XIX. Algunos años después de su muerte, uno de sus discípulos fundó la Orden Ramakrishna, inspirada en las enseñanzas de este profeta, quien a su vez bebió de la filosofía transmitida por los Vedas, las escrituras sagradas más antiguas de la India. Algunos de los principios que sustentan el trabajo de esta orden son: promover la idea de la unidad de la existencia como base de la ética y la moral, y que toda acción sea una forma de adoración: servir a Dios a través del servicio al ser humano. ¿No es este el mandato que Jesús nos dejó: servir a Dios a través del servicio a nuestro prójimo? ¿No es este el mismo sentido de las palabras del apóstol Pablo cuando pedía a los miembros de la iglesia en Roma que ofrecieran sus cuerpos como sacrificio vivo y agradable delante de Dios?
 
“No robar, no mentir, no matar” son tres de las cinco grandes obligaciones del budismo, están presentes también en los mandamientos de Moisés y figuran dentro de los principios que pueden conformar una ética mundial que garantice una vida plena para todas las personas. He aquí otro aporte ético que las culturas pueden brindar hoy al proyecto de la salvación de la humanidad y del mundo.
 
¿Y qué decir de nuestra cultura cubana? ¿Cómo Dios nos ha hablado a través de esa historia en la cual se ha ido conformando nuestra identidad cultural? Como hemos dicho, la cultura de un pueblo es la expresión de la vida y los valores de ese pueblo. Se manifiesta en su arte, en sus tradiciones, en su manera de hablar, de vestir, de comunicar afecto. Pero la cultura abarca también el pensamiento, la historia, los ideales y sueños que sustentan la vida. En ese sentido, el sentimiento solidario, el pensamiento crítico, el sentido de soberanía, independencia y justicia han sido valores que han animado la conformación de nuestra identidad cultural de ayer y de hoy. Son los valores que siguen inspirando la construcción de una conciencia de cubanidad, de sentirnos y proyectarnos como cubanos y cubanas. 
 
En ese camino Dios ha sido inspiración y fuerza. Nuestro Dios, el Dios de Jesús, nunca ha estado ajeno a nuestra historia. Desde la rebeldía de Guamá y Hatuey, y hasta las luchas actuales por construir una sociedad más justa, más democrática, más sostenible en lo económico, más participativa en lo político-social, nuestra historia y cultura han sido también señal y semilla del reino de Dios y su justicia. 
 
Dios nos llama a trabajar por una cultura que promueva vida, esperanza y paz
 
Qué bueno es saber que Dios es el creador de las culturas, y que Dios se manifiesta a través de las culturas. Pero todavía nos queda un paso más: aceptar el llamado que Dios nos hace a trabajar por una cultura que promueva vida, esperanza y paz. 
 
¿Cuál ha sido y cuál sigue siendo el desafío para hombres y mujeres creados a imagen y semejanza de Dios? Vivir de tal manera que nuestras palabras y acciones proclamen esa imagen de Dios en toda su plenitud. En esta perspectiva, el pecado humano ha consistido y consiste en no comprender y tergiversar el sentido de nuestra semejanza con Dios. Ignorar la imagen de Dios en nuestra vida nos ha llevado a ignorar el propósito para el cual hemos sido creados: vivir en armonía con toda la creación, llevar frutos de amor, esperanza, reconciliación, justicia; para usar y administrar de manera responsable los recursos que Dios no ha dado para la vida. El camino de la violencia, del engaño, del abuso, del egoísmo, de la ambición sin medida, de la injusticia, arroja una mancha sobre esa imagen divina en nuestras vidas.
 
En el libro de los Hechos, capítulo diez, el Espíritu Santo es quien revela al apóstol Pedro que Dios ha hecho puro todo lo que la cultura judía consideraba impuro. Conservarse puro era un gran valor para los judíos, pero al mismo tiempo su preocupación por la pureza generaba una actitud negativa y excluyente hacia otras personas y culturas. En toda cultura hay valores de animan y antivalores que debilitan.
En las tradiciones y costumbres de los pueblos, no todo promueve la vida, no todas las personas son tratadas de igual manera. 
 
Debemos estar en alerta crítica y honesta frente a todo tipo de imposición o crueldad realizada en nombre de un supuesto valor cultural en detrimento de otros valores culturales. De ahí que la cultura siempre necesite re-crearse, avanzar a realidades superiores cuando las establecidas atentan contra el desarrollo de otras culturas, o contra la vida misma de las personas. La cultura como valor no puede convertirse en un contravalor. Eso es lo que sucede en el etnocentrismo, el racismo, el nacionalismo sectario, la exclusividad religiosa y el imperio actual del mercado, el consumo y la tecnología.
 
Si la cultura pretende ser todo aquello con que el ser humano afina o desarrolla las facultades de su espíritu, si con ella se quiere hacer más humana la vida, entonces no puede asumirse la cultura como arma de dominio sino como posibilidad de realización y libertad.  
 
La cultura se nos revela como el alma de los pueblos, su historia más profunda, su identidad irrepetible y más bella, su modo de estar en y relacionarse con el mundo de las múltiples culturas humanas. El espíritu de la cultura es la tarea de la vida que nunca termina, el cultivo de lo más verdadero y bondadoso. José Martí no concibe la cultura como algo que se consume sino como algo que se produce. Para Martí la auténtica vida humana consiste en el servicio, en el aporte fundamental de cada pueblo a los otros. 
 
En esta tensión entre lo recibido y lo dado, reclama Martí que la cultura proviene de la patria y de la humanidad. Pero más importante es el “tronco” de la patria misma, del cual manan el color, la raíz y el sabor propios. En dicho tronco han de injertarse los valores culturales de la humanidad. En este tronco ha de fundirse también la fe cristiana y la celebración de esa fe.
 
Celebremos entonces nuestra fe con la alegría que nos llega de nuestra naturaleza, del ritmo contagioso de nuestra música, del rico sabor de nuestras comidas. Celebremos la esperanza que se alimenta de la ética humanista y solidaria que se ha venido cosechando a lo largo de nuestra historia. Celebremos el amor a lo nuestro, a lo que somos, al barro con que Dios nos ha moldeado.

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