Mi nombre es Tamar, significa palmera, como la planta que se alza fuerte y desafiante retando la tempestad, erguida y firme en medio de la tormenta. Mi madre era Maaca, hija del rey de Gesur.
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En los últimos meses, el ambiente en mi familia se había vuelto tenso. Mi padre, el rey David, se sentaba en su trono, sordo y mudo, mientras que sus hijos se disputaban el poder. No había leyes ni profetas, solo el silencio que asfixiaba y la mirada de un nuevo opresor que se imponía sin remordimientos.
[2] Amnón, mi medio hermano, hijo de Ahinoam, me ha había estado observado. Su mirada me inquietaba, me incomodaba, me intimidaba, porque en ella leía el hambre de un hombre que busca su presa.
Jonadab, primo y cómplice de Amnón, le ayudó a diseñar lo que sería mi tragedia. Él, en su “
sabiduría”, redujo mi cuerpo a un objeto que se entrega sin voluntad, sin voz, sin poder. Con mentiras y engaños ambos me arrastraron hasta la sumisión completa.
Y un día, como todas las historias que se callan y las que se gritan sin voz, Amnón me violó. Me violó a pesar de mis súplicas y advertencias. Mi voz rota y desgarrada no logró romper el muro de su violento deseo.
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A pesar de mis súplicas su crueldad no tuvo límites, ya que, tras haber cometido semejante atrocidad, fui expulsada de su casa. Me tiró a la calle, despojada, sin más valor que el de un trapo sucio. Su violencia continuó escalando, tenía que sellarse con la humillación pública, con mi dignidad pisoteada y ofrecida como espectáculo.
¿Qué fue lo que Amnón buscó de mí? ¿El triunfo de la vanidad enmascarada de deseo? ¿Acaso buscaba afirmarse con la conquista de una mujer de alto rango, hija de un rey?
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Después de escuchar aquella puerta cerrarse el silencio fue ensordecedor. Mi hermoso vestido de colores brillantes había perdido su color. Esa tarde el frío se sintió más crudo, más denso. El viento impactó mi cuerpo como si fueran miles de agujas, unas afiladas y otras con las puntas rotas. Me rasgué el vestido y cubrí mi cabeza con cenizas; y grité, grité muy fuertemente mi dolor, grité con la voz de todas las que fueron silenciadas antes de mí.
Absalón, mi hermano, salió a mi encuentro. Me dijo: “Calla, deja este asunto en mis manos", como si eso pudiera contener la tormenta que había en mi pecho. Él sabía que ante tal injuria la compensación
[5] no era suficiente. Este pacto de silencio pretendía restablecer su honor perdido.
Aunque Absalón me acogió en su casa nunca se interesó por mi dolor. Me convertí en un objeto roto, en la vergüenza que todos querían borrar pero que no podían ni ver. Estos últimos años he pasado muchas noches preguntándome: ¿dónde había estado Dios? ¿dónde puedo encontrar justicia?
Aunque mi hermano Absalón vengó su honor con la muerte de Amnón, el peso de mis lágrimas no se ha aligerado. Mi historia quema, hiere, porque así es la verdad, incómoda, furiosa y llena de cicatrices que mi pueblo prefiere ocultar tras los muros de su poder.