En el marco de los 16 días de activismo contra la violencia hacia las mujeres, solemos centrar la atención en políticas públicas, educación, protección social y movilización comunitaria. Sin embargo, existe un territorio que también moldea sensibilidades, subjetividades y normas de género, pero que pocas veces reconocemos como un espacio de disputa política: la memoria religiosa. Las tradiciones espirituales han acompañado la vida de pueblos enteros, influyendo en cómo entendemos el cuerpo, la autoridad, la moral y la justicia. Por eso, revisarlas críticamente desde la historiografía feminista no es un gesto académico menor, sino un acto de reparación histórica y justicia.
La historiografía feminista de la religión busca identificar las voces silenciadas, las narrativas manipuladas y las interpretaciones que favorecieron la consolidación de sistemas patriarcales. No intenta sustituir un dogma por otro, sino despejar las capas de poder que definieron lo sagrado desde perspectivas masculinas, recuperando la agencia de las mujeres que fueron borradas, minimizadas o reinterpretadas según los intereses de su tiempo. Al releer estos relatos, no buscamos crear santas perfectas, sino reconocer vidas complejas atravesadas por resistencias, contradicciones y decisiones que desafiaron las normas sociales y religiosas de sus contextos.
Un ejemplo revelador es la figura de Santa Librada, cuya historia circuló en Europa y América Latina a través de hagiografías escritas entre los siglos XV y XVIII. En estos relatos, Librada aparece como una joven cuya existencia está marcada por expectativas patriarcales: su nacimiento múltiple es tratado como monstruoso, su cuerpo es administrado por figuras masculinas y su martirio es interpretado como obediencia absoluta. La violencia sexual aparece incluso como prueba de fe y virtud, evidenciando cómo la religiosidad patriarcal transformó el sufrimiento femenino en un recurso pedagógico y moralizante.
Pero una lectura feminista revela otra historia. Detrás de las imágenes, Librada emerge como una mujer que desafía el destino político que otros quieren imponerle, que rehúsa el matrimonio forzado, que abandona el poder del palacio y que guía comunidades perseguidas. Su martirio no es solo un acto espiritual, sino la consecuencia de un sistema que castiga a quienes rompen con los mandatos de género. Leída de este modo, Librada no encarna una pasividad glorificada, sino una resistencia espiritual y política que resuena con las luchas actuales.
La historiografía feminista permite comprender por qué estos relatos importan hoy. Las violencias simbólicas, sexuales, políticas y comunitarias que enfrentaron mujeres del pasado no desaparecieron: se transformaron. Por eso, reinterpretar estas historias ayuda a desmontar los imaginarios que aún justifican desigualdades en nombre de la moral, la tradición o la fe. La religión no es un ámbito neutral; es un espacio donde se producen significados que influyen directamente en la vida cotidiana de millones de personas. Dejar ese campo sin crítica es renunciar a intervenir en una dimensión clave de la cultura.
Además, el trabajo historiográfico se enlaza con la agenda internacional de derechos humanos. Documentos como la Declaración sobre la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres (1993) y la Convención de Belem do Pará (1994) afirman que la erradicación de la violencia exige transformar patrones socioculturales y desmontar narrativas que legitiman la subordinación femenina. La historiografía feminista contribuye justamente a eso: cuestiona lo aceptado, nombra lo silenciado y abre posibilidades para imaginar relaciones igualitarias dentro de lo religioso.
En estos 16 días de activismo, recuperar las historias de mujeres como Santa Librada es un recordatorio de que la lucha por la vida digna también ocurre en el ámbito simbólico. Cada interpretación feminista es un gesto de reparación hacia quienes fueron convertidas en cuerpos silenciosos y un paso hacia un futuro donde la justicia pueda habitar todas las capas de la memoria.