La mujer era pagana, una siria de Fenicia, y le rogaba que echara fuera el demonio de su hija. Él le dijo: ‘Deja que coman primero los hijos. No está bien quitarles el pan a los hijos para echárselo a los perritos.
Marcos 7:26-27
Cuando el texto bíblico habla de aquella mujer,
cierro mis ojos y pienso no solo en ella,
sino en nosotras…
En los sobrenombres y nombres
que nos ponen para hacernos sentir inferiores:
perra, puta, sucia, pagana, impura, intrusa, ladrona.
Pienso en mi género,
en mi cultura y en mi condición social.
Pienso en nuestros derechos,
como si no tuviéramos derecho a una vida digna o,
aún más, derecho a decidir sobre nuestros cuerpos.
Sí, así es: nuestros cuerpos.
Cuerpos poseídos, marginados, maltratados, denigrados;
cuerpos silenciados y mutilados;
cuerpos vendidos y prostituidos.
Luego abro mis ojos y veo a mis hermanas,
tomadas de la mano, diciendo:
Aquí estamos todas.
Excluidas, poseídas, endemoniadas,
tirando y destrozando todo,
caminando juntas para ser escuchadas,
alzando la voz.
Aquí estamos:
todas perras, todas impuras, todas sucias,
comiendo las migajas que caen debajo de la mesa,
comiendo sobras.
Aquí está aquella
mujer pagana por su religión
y sirofenicia por su nacionalidad,
con una fe sencilla y segura,
replicando con voz firme,
que aun los perros tienen derechos.
Aquí estás
como una perra,
y bien perra empoderada,
haciéndote presente en las protestas por las desaparecidas;
en las luchas de las madres en busca de sus hijas;
en las luchas de las mujeres chiapanecas,
las zapatistas reclamando su tierra.
Tu lucha, tu voz, tu insistencia
hicieron voltear el rostro de aquel Maestro
que estaba equivocado,
y que, siendo Maestro, Rabino, hombre,
reconoció su ofensa y sanó tus heridas.
Tus palabras han cambiado el rumbo de la historia.