El movimiento social que mayores logros ha tenido en los últimos años en definitiva es el feminismo en sus diversas expresiones. Más que buscar protagonismo en sus luchas o hablar de cosas que no nos competen ni pasan por el cuerpo, los hombres tenemos que pensar cómo el patriarcado ha afectado nuestra vida y cómo la justa rabia de las mujeres es una posibilidad para también emanciparnos nosotros.
Para iniciar esta breve reflexión, me gustaría hacer referencia a un fragmento de un pasaje bastante conocido del Evangelio de San Juan: el lavatorio de los pies (13,12-14). No haciendo una referencia alegórica de la simbología de dicho acto en el compromiso al servicio en el ministerio cristiano, sino visibilizando cómo Jesús asume una práctica de cuidado y atención que en sus tiempos era una tarea de esclavos, en las casas que podían comprarles, y mujeres, en aquellas otras que las capacidades económicas no lo permitían.
La crianza de los hombres, en la mayoría de los casos, no implica el conocimiento de las labores básicas de vida: cocinar, lavar y remendar la ropa, limpiar, cuidar en la enfermedad, atención de la niñez y muchas otras actividades vitales que han sido designadas al género femenino. Esto me hace pensar: ¿Qué hemos perdido los hombres con esto? Y no pretendo negar el agotamiento y explotación física y psicológica que implica para las mujeres asumir todo este trabajo; sino que el desconocimiento de estas labores nos convierte a los hombres en bebés grandes, por decirlo de esa manera. Toda la vida seremos dependientes de una mujer para llevar a cabo las actividades primarias de vida: la madre será quien nos cuide durante nuestra niñez, adolescencia y adultez-joven, después será la esposa quien asuma este rol. Es decir, esas actividades que son necesarias PARA VIVIR son realizadas por otra persona, dejándonos en una relación de dependencia, la cual está mediada por configuraciones de poder que brindan al hombre el ejercicio primario de éste. Ejercer este poder implica también renunciar a esa autonomía de realizar las actividades que toda persona necesita en su cotidianidad.
Hace varias décadas las mujeres salieron de los hogares para integrarse de forma activa al mundo laboral asalariado, más los hombres no asumimos la corresponsabilidad en el trabajo doméstico. Como hombres cristianos deberíamos seguir el ejemplo del Maestro y ver como nuestro deber el realizar esas actividades que son el fundamento de nuestras vidas. Y es que sería absurdo creer que cocinar y limpiar son actividades de mujeres, como si solo ellas necesitaran alimentarse o vivir en espacios saludables.
La invitación final que me hace este texto es que asumir esas labores debe hacerse como una búsqueda de libertad en dos direcciones: liberar a las mujeres de la sobrecarga de trabajo que históricamente han cargado sobre sus espaldas, y liberarnos a los hombres de esa infantilización que nos imposibilita desarrollarnos plenamente como personas autónomas.
Hay todavía mucho camino por recorrer, pero miro con esperanza el presente y el futuro, puesto que en muchos hogares ya no se está educando a la niñez con esa rigidez de roles de género; y los padres y madres verdaderamente desean instruir personas autónomas. Como hombres, los ecos de los movimientos feministas deben hacernos repensar nuestras existencias, tanto en relación con las mujeres como con nosotros mismos; y pensar cuánto hemos perdido por mantener nuestra hombría y cómo eso nos ha impedido ser personas autónomas con capacidad de cuidar a aquellas personas que amamos.