El evangelio de Juan, en su primera parte, nos plantea una serie de declaraciones que nos desafían a la fe en aquel que es “la Palabra” (verbo de Dios) y su incursión en la historia. No ha habido tiempo en el que este prólogo al cuarto evangelio haya sido una cosa fácil de comprender. Las mentes más brillantes de la teología han naufragado en este mar de expresiones líricas, y también narrativas, que sintetizan la total expresión evangélica.
El Verbo hecho carne (Jn.1:14), es uno de los temas predominantes de dicho prólogo. Tema oportuno para la reflexión, aún en el centro de la algarabía decembrina impregnada en la dinámica social, religiosa y comercial. Un tiempo peculiar en donde la pandemia y sus repercusiones desafían a repensar la navidad y el anuncio de “buenas nuevas de gran gozo que serán para todo el pueblo” (Lc.2:10).
Entendemos la encarnación del Salvador como un misterio, misterio ante el cual no han bastado miles de años de balbuceos y especulaciones, unas santas y otras no tanto. Por ello, hasta el día de hoy, nuestras ideas y sentimientos, acerca de aquel evento, siguen aflorando mientras nos convocan al asombro.
La comunidad joánica expresó eso de la encarnación, afirmando que la “Palabra” (verbo) era Dios desde el principio; y que luego esa palabra (verbo) se hizo carne, habitó entre nosotros y nosotras. Esta fue la respuesta evangélica a los desafíos de la fe cristiana de finales del primer siglo, a la vez, una respuesta a las expectativas trazadas por el profetismo antiguo testamentario (Is.7:14).
En resumen, aquello que llamamos el misterio de la encarnación, nos llama a reaccionar en dos vías: Primero, al recogimiento, maravillados ante el misterio de aquella impronta divina. Lo inimaginable sucedía, el Dios eterno rompió toda distancia, toda barrera, toda diferencia. Penetró en la realidad de oscuridad humana (pecaminosa, incómoda e imperfecta) para habitar entre nosotros y nosotras, y estando allí mostrar su gloria, su gracia y verdad.
Segundo, asumir el paradigma evangélico de la encarnación. René Padilla nos recuerda que “La encarnación hace obvio el acercamiento de Dios a la revelación de sí mismo y de sus propósitos: Dios no proclama su mensaje a gritos desde el cielo; Dios se hace presente como hombre en medio de los hombres. El clímax de la revelación de Dios es Emmanuel. Y Emmanuel es Jesús, ¡un judío del primer siglo! De manera definitiva la encarnación muestra que la intención de Dios es revelarse desde dentro de la situación humana”.
En tal sentido, el milagro de la encarnación, el verbo hecho carne, constituye aquella lección de amor y entrega que nos invita a celebrar y asombrarnos de lo que Dios ha hecho, pero que nos invita a encarnar la realidad de otros y otras, aun cuando esta sea llamada oscura y hostil. Encarnando, a la manera del Verbo, trascendemos barreras para asumir otras realidades como nuestro lugar de acción y testimonio del evangelio.
Es esta disposición, allende el frenesí de la navidad comercializada, somos partícipes del maravilloso proyecto de luz y salvación para todas y todos en nuestro tiempo. Esta es la esperanza de buenas nuevas de gran gozo para todo el pueblo.