En cierto momento de su ministerio, tal vez al final del mismo, Jesús se vio retado de una manera un tanto particular: un grupo de líderes religiosos ponía frente a él, de la forma más discriminatoria posible, a una mujer atrapada en adulterio, situación en la que le dicen:
Maestro, esta mujer está atrapada, pues ha sido atrapada en el acto mismo, mientras adulteraba. Y en la ley Moisés nos ordenó apedrear a las tales, entonces, ¿tú qué dices?” (Jn 8,4-5).
Jesús, en vez de caer en su trampa, (la cual, por cierto, utiliza a una mujer como mero objeto para efectuarla), manda a que actúe aquel libre de pecado, y después de todos retirarse, Jesús conversa con ella, y le hace ver que nadie la condena, y ella se va en paz. Dos momentos de esta perícopa nos invitan a una reflexión sobre la praxis de Jesús y su relevancia para hoy en día:
• Primeramente, Jesús no condena a la mujer, aunque no condona su pecado, pero interpreta la ley de tal forma que la vida de ella prima por sobre su supuesto cumplimiento.
• Asimismo, muestra la compasión de una madre (cf. Mt 23,37), que antes de preocuparse por el reto puesto ante sí (que básicamente era: o negar la apedreada obedeciendo la ley romana y negando la judía, o aceptarla y obedecer la ley judía pero no la romana), se preocupa por una solución que rescate la dignidad de esta mujer, oprimida por estos líderes al punto de ser un mero medio para poner entre la espada y la pared a un rival.
Jesús, en toda su sagacidad, logra trascender el esquema patriarcal tan marcado de su época, evitando complacer a dos grupos opresores (liderazgo religioso judío e imperio romano), y proponiendo una alternativa que resulta válida para todas las épocas: la ley de la vida prima por sobre las interpretaciones literalistas de la ley judía y por sobre la ley romana (o para estos efectos, por sobre cualquier cosa que se estime como “ley”). Entonces, leer este pasaje desde la óptica de una mujer reprimida por el sistema, reducida a un instrumento para juegos de poder, pero luego redimida por una voz que habla desde una perspectiva alternativa, trascendiendo la dicotomía impuesta, es una ayuda vital para comprender un aspecto importante de nuestra praxis como cristianas y cristianos en la Latinoamérica del s.XXI.
En primera instancia, vale hacerse una pregunta: Jesús redime a una mujer en medio de una situación donde todo juega en favor de su opresión, encontrando un camino de redención donde no parecía haber ninguno, lo que lleva a esto: ¿será qué nosotras y nosotros, como personas cristianas, debemos buscar todos esos espacios donde las mujeres han sido oprimidas para, en conjunto, encontrar un camino de redención que no viva una fe únicamente mediada por los símbolos de una cultura patriarcal? Es decir, tal redención y co-caminar de opresión a vida no es algo que se tenga que reducir a disputas legales, sino que debe atravesar el tejido de la vida de toda persona cristiana: desde un lenguaje redentor (no de “hermanos”, sino de “hermanas y hermanos”, por ejemplo) hasta el acompañamiento necesario en las luchas socio-políticas de las que buscan reclamar lo que a las mujeres se les ha negado por milenios, y Jesús logró recuperar por un instante para una: su estatus de sujeto, su dignidad, y su derecho a vivir en paz, más allá de ser objeto del sistema patriarcal. Entiéndase que esto es una coadyuvancia, donde todas y todos, siguiendo los pasos de Jesús, podemos salir de ese círculo (o participar del proceso de salida de otras personas), abandonar la condenación de la sociedad, y avanzar hacia una vida digna donde la marginación y la opreción ya no exista más (Jn 8,10-11).