En estos últimos años, la pandemia, nos ha permitido tener una experiencia compartida a nivel mundial la fragilidad de la vida.
La Organización Mundial de la Salud estima que el número real de muertes por coronavirus es dos o tres veces superior a los 3,4 millones de fallecimientos notificados, según explica el informe sobre Estadísticas Sanitarias Mundiales 2021. Es decir, las cifras reales de fallecidos podrían estar entre seis a diez millones de personas.
Desde entonces de manera más familiar y cercana, la muerte recorre todos los rincones de nuestro Continente y se vuelve cotidiana en el aumento de la desnutrición de nuestras niñas y niños; en la violencia que tiñe nuestras calles, pero también nuestros hogares; en el progreso y desarrollo que se alimenta de nuestros bosques y se bebe nuestros ríos; en el deambular migrante de muchos; sentimos con
La Llorona“que la vida cuesta”.
Lo que nos lleva a preguntarnos sobre el sentido de la vida; en medio de la tragedia, el sufrimiento y la muerte.
¿Qué es la muerte? ¿Cómo entender la muerte desde un punto de vista teológico? ¿Qué rituales nos exorcizan de ella? Todas estas preguntas vienen a nuestra mente buscando hallar una explicación que nos ayude a redimir nuestros miedos y temores frente a lo desconocido.
Para entender ello, nos remontamos a la historia y arqueología, donde nos encontramos con las excavaciones en
Qafzeh y
Skhul, en las que se hallaron una treintena de sepulturas conteniendo “cuerpos tumbados en su mayor parte sobre un costado, con las piernas flexionadas, cubiertos de ocre” conjuntamente con osamentas de animales y objetos rituales. Estas tumbas, de más de cien mil años de antigüedad, van a ser las primeras expresiones de religiosidad humana.
[1] En otras palabras, las primeras ideas y prácticas religiosas surgen en torno al misterio sobre la muerte. Esto se confirma al encontrar en casi todas las religiones del mundo, antiguas o modernas, donde muchas de ellas buscan la manera de “darle vuelta” y de encontrar una trascendencia del ser humano, incluyendo el cristianismo.
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Sin embargo, lo que varía son las actitudes y las explicaciones que en una cultura u otra se establece con lo que ocurre con las personas una vez que han traspuesto el umbral entre la vida y la muerte. En la sociedad moderna, la muerte es vista como un tabú debido a los desarrollos biotecnológicos con los que se ha ampliado la tasa de mortalidad, el desarrollo de la cirugía plástica ha abierto la posibilidad de perpetuar la juventud y la belleza lo que ha contribuido a banalizar el sentido de la vida y consecuentemente el sentido de la muerte. Sobre todo, en la sociedad moderna cuya característica principal es la afirmación del individuo y de su autosuficiencia.
En las sociedades como las latinoamericanas, en cambio, con su pasado indígena y de colonización española interactuaron diferentes tradiciones y costumbres sobre la vida y la muerte. Si bien, esta interacción de saberes se dio en un contexto de poder, estas convivieron, mimetizaron y se fusionaron, mal que bien, dependiendo de los sujetos que tomemos como referencia.
Es por esa razón, como señala González, la teología cristiana necesita salir de sus propias explicaciones para poder describir y entender los universos religiosos de América Latina, ya que estos se nutrieron de otras fuentes y tradiciones religiosas.
[3] Es en base a estos argumentos es que necesitamos cambiar de centro nuestras epistemologías teológicas, priorizando la experiencia religiosa que se construyeron desde los márgenes de nuestras sociedades por sus diversos actores sociales trasgrediendo y desafiando el pensamiento cristiano hegemónico que nos fue impuesto.
En estos días que muchos celebran Día de Muertos, y algunos el Día de todos los Santos, sea un tiempo teológico de silencio y de observar con detenimiento los rituales, gestos y travestismos de jugar con la muerte en las prácticas populares de nuestros pueblos como una pequeña grieta por donde pasa la luz y exorciza nuestros miedos y luchas en un mundo que cada vez nos resulta más ajeno y excluyente.