Parece una pregunta ingenua. Al fin y al cabo, la Navidad es la fiesta más popular: la fiesta de las familias, los regalos, la armonía, el amor y la alegría. Todo ello con el trasfondo - aunque a menudo se olvide- de que Dios muestra su amor viniendo al mundo como un niño.
Ese es el mensaje tradicional de la Navidad, pero ¿qué significa en este tiempo, cuando la lógica de la violencia sigue prevaleciendo en nuestro mundo? Por ejemplo: en las guerras en Ucrania, Palestina y Líbano; en la destrucción de la naturaleza en la Amazonia y en los bosques de todo el mundo; en la abundancia para unos y el hambre y la miseria para otros. Desde esta perspectiva, ¿no parece como si el cuento de Navidad fuera un consuelo barato que solo pretende decirnos que alguna vez fue diferente en el establo de Belén?
Si examinamos la historia de la Navidad en el Evangelio de Lucas, descubriremos que no se trata de preguntas nuevas. Lucas ya se planteaba estas cuestiones, y su relato no comienza en el establo de Belén, sino en Roma, la capital del imperio. Sitúa el nacimiento del niño en el centro del contexto político mundial de su tiempo.
La historia comienza con el poder mundial, con Augusto, el soberano de las legiones de soldados, el emperador que domina la tierra y somete a decenas de pueblos. Comienza en medio del poder y la injusticia, con un censo ordenado para recaudar más impuestos. Esta medida afecta a todas las personas, hasta el último rincón del Imperio, como Palestina. Desde Roma, la historia se extiende por Siria, donde Cirenio es el gobernador, y finalmente llega a Galilea, hasta Nazaret y Belén, donde encontamos a un hombre completamente insignificante llamado José y su esposa María. ¿Quién no pensaría en la política de las grandes potencias de nuestro tiempo, con sus convulsiones, que arrastran a cientos de miles de personas al abismo?
En medio de esta trágica historia del mundo, Dios inicia su propia historia en Belén, su historia, una contrahistoria.
Comienza en un establo, en un pesebre, con la gente pequeña. Comienza con un niño que apenas tiene pañales. Y continúa con el Jesús, el predicador ambulante que es condenado a morir en el madero de la cruz, donde morían agitadores y rebeldes. Esta es la contrahistoria de Dios que puede parecer patética o incluso triste. Sin embargo, lo curioso es que en esta historia aparecen personas consideradas insignificantes, que no tienen lugar en la gran historia: el carpintero sin importancia, la novia embarazada, y el niño pequeño que ni siquiera tiene una manta para cubrirse.
Sin embargo, en esta historia estas personas dejan de ser insignificantes. Estas personas tienen nombre y rostro, son tan importantes que hasta los ángeles bajan del cielo por ellas. En esta historia, todas tienen un futuro, porque no termina en una lápida desgastada sino en una tumba está abierta. Todo esto está expresado en términos mitológicos, pero quiere decir que esta historia nos conduce al centro de la vida eterna, donde nadie queda fuera, porque frente a Dios todas las personas tienen un nombre y un rostro. En esta contrahistoria, todas son importantes y tienen un lugar especial.
Por eso la Navidad se convierte en una fiesta de alegría, porque esa vocecita de Belén penetra a través del gran ruido del mundo. Lucas lo resume así: «Hoy les ha nacido un Salvador».
Como Lucas, estamos llamados y llamadas a escuchar y comprender la historia de la Navidad como una historia que se acerca a nuestra vidas. Si reflexionamos teológicamente sobre esta historia, tenemos que decir que aquí está ocurriendo nada menos que una revolución a imagen de Dios. El evangelista Juan lo expresó muy claramente cuando escribió en su primera carta: «Dios es amor; y el que permanece en el amor, permanece en Dios, y Dios en él» (1 Jn 4,8).
¡Cuántas veces los gobernantes se han legitimado religiosamente! Augusto se describía a sí mismo como el hijo de Dios, los reyes absolutistas afirmaban que su gobierno era por la gracia de Dios e, incluso el nuevo presidente Trump es llamado ‘salvador’ por sus partidarios. En una palabra: Dios y el poder van de la mano.
Sin embargo, el evangelista Juan dice ¡No!, porque Dios es amor. Esto no se trata de un Dios que gobierna en el cielo como un espectador no involucrado o, como el juez del mundo al final de los días. Más bien, se trata de que Dios es amor aquí en la tierra.
Si sustituimos la palabra “Dios” por la palabra “amor”, la historia de Navidad adquiere un significado completamente diferente. Nos dice que el amor se encarna en Jesús. El amor se manifiesta entre las personas, los animales y la naturaleza. El amor reconoce a los seres insignificantes y los hace importantes. El amor no se alía con la dominación ni la violencia. El amor da dignidad a cada persona. El amor es crítico, denuncia las injusticias... y sí, el amor es vulnerable. No puede imponerse por la fuerza, porque de lo contrario ya no sería amor. Por eso, Jesús murió en la cruz. Sin embargo, el amor es más fuerte que la muerte, no se le puede matar, y eso precisamente significa la resurrección. Por eso toda esperanza reside en esta contrahistoria del amor.
Entonces, vuelvo a preguntar: ¿Por qué es tan importante la Navidad para la fe cristiana? La respuesta es clara: ¡por esto! Porque toda esperanza reside en esta contrahistoria del amor. Celebrar la Navidad significa exponernos, una y otra vez, a esta contrahistoria, dejar que se apodere de nuestras vidas y darle cabida, a pesar de todas las tentaciones y los obstáculos del poder y la dominación.